Hay un momento en la vida de todo el mundo, incluso varios momentos, en los que parece imposible no estar siendo enfocado por una cámara. Grandes instantes de felicidad. Que los hay.
Por ejemplo, ese en el que tu pareja duerme sobre ti, y tú miras hacia el techo, abiertamente hacia el techo pero sin verlo, tus brazos le rodean y la respiración se oye en segundo, tercer plano; el amor todavía reverbera en sonidos y olores, y los dedos acarician su materia describiendo figuras siempre concéntricas (no sabemos por qué, siempre concéntricas).
La felicidad se mide en términos absolutos y uno echa de menos que su imagen no se proyecte en tiempo real en los carteles publicitarios, para que la ciudadanía baje de un autobús, salga de un taxi o del supermercado y eleve la mirada para verlo. Mirad, mi felicidad no entra en un kilo. Mi felicidad es así, así de grande (pero sin decirlo). Echa de menos que haya alguien, una grada de público entregado para aplaudir, para conmoverse de cero a diez elevando justamente la tablilla del diez, un fotógrafo que inmortalice la emoción, un poeta, un pintor.
Hay un momento en la vida de todo el mundo, incluso varios, que no se puede capturar. Y por lo visto, así es como tiene que ser.
Jorge Luis Borges, Fragmentos de un evangelio apócrifo
Susana